Por Alejandro Boyco, politólogo y analista del Observatorio Regional de 50+1
Una crisis puede entenderse como un cambio imprevisto que amenaza una situación de normalidad y genera repercusiones negativas. En el Perú, hablar de la crisis política en estos últimos años implica comprenderla como una situación permanente e irresoluble, y el 2022 fue un año que demostró cómo, a pesar de creer haber tocado fondo, la política peruana puede continuar deteriorándose.
Lamento de antemano el pesimismo. Sin embargo, año tras año hemos visto cómo distintos “mínimos inquebrantables”, acuerdos implícitos que asumimos como un consenso desde el retorno a la democracia, se fueron quebrando uno a uno. Esto se evidencia con cada acusación de fraude electoral, con cada intento de vacancia o disolución del Congreso, y con cada cambio exprés a la Constitución para alterar el balance de poderes; ejemplos de lo denominado como “matar o morir”.
Más aún, en el último año vimos cómo nuestros políticos son capaces de romper incluso las reglas explícitas de nuestro ordenamiento sin vergüenza alguna. ¿Quién imaginó que volveríamos a vivir un intento (felizmente fallido) de autogolpe de Estado? Así, los retos que enfrenta nuestro país para el 2023 están en poder encaminarnos hacia el fin de esta crisis, pero para ello no hay receta fácil ni solución inmediata.
Las propuestas planteadas (que se vayan todos, reforma política, o Asamblea Constituyente), aunque distintas en su diagnóstico, coinciden en la necesidad de un cambio urgente. No obstante, ninguna de las alternativas por sí mismas podrá mejorar el comportamiento de políticos que no tienen incentivos para acatar las reglas de juego. Las tres opciones tienen el gran riesgo de fracasar y acentuar el problema, al eliminar cualquier esperanza ciudadana en la posibilidad de lograr mejoras a través del voto.
Así, el peligro más grande de la crisis prolongada no está en que los políticos precarios con tendencias autoritarias continúen liderando el país, sino en cómo esta continuidad reduce la confianza ciudadana sobre el sistema democrático. Una sociedad civil apática y ajena a la política, o –en el peor de los casos– polarizada y permisiva con el autoritarismo de las élites, es el mejor incentivo para que los políticos radicalicen sus acciones y se profundicen las causas que nos llevaron a la situación actual.
Ejemplo de ello son los lamentables intentos de ciertos sectores de la sociedad, algunos medios y el propio gobierno por justificar el asesinato de tantos peruanos en estos días y por relativizar el valor de sus vidas. La crisis política nos ha llevado a un desgarramiento del tejido social del que cada vez será más difícil volver.
¿Qué hacer entonces? Para empezar, exigir un serio trabajo de autocrítica por parte de la clase política sobre su responsabilidad en esta situación. Deben reconocer que el problema no era únicamente Pedro Castillo y aceptar que el rechazo generalizado que reciben está plenamente justificado.
Quienes fueron oposición a Pedro Castillo desde el Congreso no pueden continuar cantando victoria mientras ignoran convenientemente que el problema de fondo continúa, ni aprovechar la convulsión para introducir reformas en búsqueda de su beneficio personal. Si quieren demostrar que su postura siempre fue en defensa de la democracia y por el bien del país, deben empezar por escuchar a la ciudadanía.
En la misma línea, el gobierno actual debe reconocerse como transitorio y esforzarse por comprender el trasfondo de las demandas de la calle. Los primeros días de Dina Boluarte en el gobierno demostraron su intención –en línea con los congresistas– de mantenerse en el poder hasta el 2026, y sus más recientes acciones sugieren que encontrar una salida política al descontento no está en sus prioridades. Ninguna democracia se defiende a balazos ni se sostiene sobre la nociva estrategia del terruqueo y la mano dura.
Las protestas de estos días son la prueba más clara de que la fe en la democracia se ha perdido para miles de peruanos, y el injustificado empoderamiento de las fuerzas del orden (que, impunemente, ya han cobrado decenas de vidas) demuestra que nuestras autoridades no están a la altura de la situación. Si no hay políticos que se propongan recuperar dicha confianza, con honestidad y sin segundas intenciones, ninguna reforma institucional o proceso electoral logrará rescatar a nuestra golpeada democracia.